sábado, 28 de noviembre de 2015

Puerta al infierno.

No los veas, anoche estuvieron lloviendo por toda la habitación.

No los veas, están cansados y hace mucho que apagaron su luz.

Sus ojos solían gritar verdades al mundo, verdades devastadoras, sus ojos eran como un millón de años en la oscuridad, sus ojos siempre iban y venían de un lado a otro, sangrando, con el peso de sus ojeras, con el peso del mundo y de las mentiras que decía con su boca. Oh, esa boca. Cada vez que hablaba los ojos gritaban. “Ayuda, por favor”. Nadie podía notarlo.

Esos ojos, que siempre iban vendados, tapados, que solían ver solo hacia adentro, pues prefería los monstruos dentro de su cabeza que los que habitaban a su alrededor. Sí, es cierto que también ocultaban mil quinientas mentiras diarias. Sin embargo, él sabía que era el peor de todos, no solo viviendo, sino también mintiendo. Él sabía que debía esconderlos, que nadie nunca debía verlos si quería seguir jugando a ser dios, a tener todo bajo control, a mentir con palabras, con caricias falsas. Él sabía que aquellos ojos, hablaban, que eran la puerta a su infierno, una puerta bloqueada.

Él tapaba sus ojos incluso cuando amaba, ya que en esos momentos, solo en esos momentos, no había forma alguna de hacer que su asquerosa boca mintiera, así que era mejor asegurarse de taparlos bien, porque cuando él amaba, dios moría y el diablo salía.

Foto por Abel Flores.

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